miércoles, 1 de abril de 2015

¡¡NUNCA MÁS!!

   Despertó sobresaltado, rodeado de una oscuridad tan densa y pesada que daba la sensación de que le aplastaba el pecho, dificultándole la respiración. Le dolía la cabeza. Abrió los ojos todo lo que pudo, pero no consiguió ver nada más que el negro absoluto que lo envolvía. Intentó poner en práctica los ejercicios que le enseñaron en las clases de yoga que le pagaba la empresa a todos sus ejecutivos, para controlar el ritmo respiratorio. No le fue fácil, pero poco a poco empezó a subir y bajar su pecho con una cadencia que se aproximaba a la normalidad cuando, de pronto, tuvo la sensación de que algo no iba bien.
 
   Se pasó una mano por la mejilla para limpiarse unas gotas de sudor que le resbalaban desde la frente. Con las yemas de los dedos descubrió, sorprendido, que era más espesa de lo que debería ser, y un poco pegajosa. Pero le inquietaba más esa sensación de que estaba sucediendo algo anormal. O mejor dicho, no estaba sucediendo algo que debería estar pasando. Un grito sordo se ahogó en su garganta cuando descubrió de lo que se trataba.
 
   Se tocó la muñeca; después probó con el cuello. Nada. Su corazón no estaba bombeando. No notaba sus latidos. En un gesto de nerviosismo se limpió las lágrimas que empezaron a asomar entre las pestañas y rodaban ya hacia las orejas, y entonces volvió a notar un líquido viscoso en la punta de sus dedos, que bajaba desde la frente. Fue palpando, con una mezcla de temor, grima y angustia, hasta tocar una zona de su cabeza desde la que brotaba ese líquido espeso. Pudo comprobar que, justo en ese punto, la piel se hundía y, después de cortarse con algo que no podía ser otra cosa más que su cráneo fracturado, sus dedos tocaron lo que, con toda seguridad, era su cerebro, una parte del cual resbalaba por su frente.
 
   Los segundos seguían pasando pero el corazón no quería ponerse a latir. Intentó gritar pero nada salía de su boca. Haciendo un esfuerzo por vencer su desesperación, consiguió de nuevo relajar la respiración. Buscó tranquilizarse al máximo, y fue entonces cuando percibió unos sonidos que parecían venir de muy lejos, pero que a medida que atravesaban la atmósfera densa que lo envolvía, dejaban de ser ininteligibles para presentarse a sus oídos con una claridad que le heló el aliento y le paralizó nuevamente la respiración y cualquier instinto de supervivencia que le quedara en su interior.
 
   Era la voz de su mujer. Sus palabras fueron lo último que escuchó, la canción que lo acompañó hasta el más allá y que no lo abandonaría nunca:
 
   -¡Nunca más, ¿me oyes? Nunca más nos pondrás la mano encima, hijo de puta! Te permití que me insultaras, dejé que me apalearas siempre que te dio la gana, soporté que me violaras una y otra vez sin denunciarte, pero a mi hija nunca más la vas a tocar, ¿te enteras? ¡¡NUNCA MÁS!!
 
 

miércoles, 11 de marzo de 2015

ANOCHECE


   Anochece. Muchas imágenes pasan a gran velocidad por mi mente, como si mi vida entera quisiera ser repasada en unos segundos. Pero especialmente las últimas semanas.

   En el horizonte, rojos trazos de un sol que se desvanece van perdiendo vida. Desde aquí se ve de una manera distinta la puesta de sol, tiene una intensidad increíblemente fascinante. Nunca me había fijado en la cantidad de colores que se representan en el cielo a estas horas, cuando el sol inicia su retirada y le da paso al satélite terrestre para que siga alumbrando al planeta. Es el relevo del testigo interminable, que se repite día a día, sin que la mayoría de los mortales le prestemos la atención que se merece. Si hubiera sido capaz de darme cuenta antes de la amplia paleta de colores que se muestran, en estos escasos veinte minutos que suele durar el atardecer en esta parte del mundo, y me hubiera preocupado más en disfrutarlos y hasta, por qué no, de fotografiarlos y buscar las combinaciones más sorprendentes para después plasmarlas en un lienzo con mis acuarelas o las pinturas acrílicas, que hace años se quedaron abandonadas en el estudio, creo que las cosas me habrían ido mucho mejor y ahora mismo no me encontraría en este momento que ya no tiene marcha atrás.

   Pero, como dice el refrán, "a lo hecho, pecho". No supe redirigir mi vida, lo reconozco. Me hinqué de rodillas ante el que fue el mayor de mis problemas hasta entonces, y no fui capaz de levantarme y buscar una solución plausible que me ayudara a seguir caminando con la cabeza bien alta, inmune al dolor y a las habladurías. Al menos, al principio, de cara a la galería. Porque eso duele mucho, y no es fácil de digerir así como así. Pero pasa, todo pasa, cualquier problema tiene solución, a corto o largo plazo, y no hay que precipitarse a la hora de reaccionar porque entonces sucede lo que está pasando ahora.

   Tal vez le dediqué demasiado tiempo a mi trabajo, puede ser. Posiblemente me aislé en mi burbuja, rodeado de papeles, pantallas, teclados, archivadores de todo tipo, gestionando a toda la plantilla desde mi oficina, esa a la que a muchos les daba miedo entrar. Un miedo injustificado, pensaba yo, porque a pesar de ser el director general de la empresa, nunca traté a nadie de manera despótica ni fuera de lo que marca la ley. Es más, creo recordar varios casos en los que ayudé en lo posible a algunos de mis empleados que estaban pasando por un mal momento económico y hasta me tomé como algo personal el problema familiar que tuvo Luis, cuando sus padres murieron en un trágico accidente de tráfico. Le di varios días de libranza que superaban con creces los que le permitía el estatuto del trabajador, mejorando incluso lo que se había firmado en el convenio de la empresa con los sindicatos.

   Pero aún así, a pesar de tratar siempre con corrección a todos y cada uno de ellos, saludándolos al entrar y al salir de mi bunker sagrado, preguntándoles cómo les iba la vida, preocupándome razonablemente por sus problemas personales, y si alguna vez fue necesario, apoyándolos en lo que pude, seguían viendo en mí la figura del gran jefe, el que todo lo puede, el intocable, al que hay que respetar y temer. Nunca conseguí que me trataran como a un simple encargado, como me hubiera gustado para estar más cerca de ellos, en vez de sentirme aislado y, sí, por qué no decirlo, solo. Muy solo y angustiado.

   Y si le dedicaba tanto tiempo a mi trabajo era, primero, porque me gustaba, me hacía sentir un hombre triunfador al haber levantado mi empresa de la nada y convertirla en el sustento económico de más de veinte familias que trabajaban para mí. Y segundo, porque quería que mi mujer tuviera todos los caprichos que quisiera, que no se quedara con las ganas de tener algo que le gustara. No lo hice por mí exclusivamente, aunque verla a ella contenta y feliz con sus joyas, sus ropas caras, sus sesiones de peluquería y estilismo semanales y demás caprichitos que se le antojaban, me llenaba de bienestar. El poco tiempo que me quedaba para estar en casa con ella se lo pasaba contándome todo lo que había hecho ese día, que casi siempre era darse un largo paseo por los centros comerciales de la zona alta y las tiendas exclusivas, y luego me mostraba sus modelitos y las "pequeñas joyitas", como ella las llamaba, que se había visto en la necesidad de comprar, porque le hacían juego con este o aquel vestido. Lo cierto es que siempre ha sido una despilfarradora, pero para eso sirve el dinero, para gastarlo cuando lo tienes. Y yo sabía administrarme muy bien. Cuando le ingresaba una gran suma de dinero en su cuenta particular, para sus gastos, me encargaba de repasar antes todas las facturas que se debían pagar y una vez comprobado lo que quedaba disponible, me reservaba el cincuenta por ciento para meterlo en un fondo de ahorros, pensando en el futuro, del que nunca toqué un solo céntimo. Bueno, sí; una vez tuve que meterle mano por un problema de fechas; se retrasaron unos cobros que debía usarlos para un pago ineludible y no me quedó más remedio. Pero lo repuse en seguida.

   Ella era feliz así, y yo, viéndola siempre contenta y sonriente, ya tenía suficiente. Era todo para mí. Nos conocimos cuando yo no tenía nada, apenas un empleo de contable por el que ganaba un sueldo más bien escasito, pero entonces a ella no le importó. Y eso me animó a prosperar, a buscar la forma de subir en el mundo laboral, hasta el día que vi la posibilidad de establecerme con mi propia empresa, que empezó siendo una pequeña oficina en una habitación del pisito en el que vivíamos, y acabó convirtiéndose en toda una planta de uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad. Nos queríamos muchísimo antes de tener ese estatus económico que hacía que fuéramos envidiados por mucha gente.

   Pero no sé lo que pasó después. Yo seguía viéndola como una diosa griega a la que tenía que adorar, sin que ello fuera para mí algo complicado de realizar, porque era mi diosa particular, la razón de mi existencia. No tuvimos hijos porque ella no quería que su cuerpo se deformara durante el embarazo y acabara quedándose como su hermana, que ya tenía cuatro enanos cabezones corriendo por el diminuto piso y parecía tener como diez años más de los que realmente tenía. Y yo lo asumí, no me importó, a pesar de que siempre había tenido la ilusión de tener una niña que se aprovechara de mí cuando empezara a hacerse mayor, adulándome y dándome mimos y caricias para conseguir lo que buscaba, como hacen las hijas de la mayoría de la gente que conozco.

   Todo, absolutamente todo, lo hice por ella. Pero llegó un buen día, o quizá debería decir un maldito día, en que me dijo que se iba a ir un par de días con sus amigas a hacer un viaje de fin de semana, solo mujeres, para disfrutar de la playa y hablar de sus cosas. Se fueron, según me dijo, y yo no tenía motivos para desconfiar de que así fuera, a Formentera, una isla paradisíaca en el Mediterráneo. Estuve un par de veces hace muchos años, cuando aún estaba soltero y me encantó, pero nunca más se me ocurrió volver por allí.

  Y a su vuelta algo había cambiado. No sé qué fue lo que me lo hizo pensar, igual fueron imaginaciones mías, pero noté un cambio, al principio muy sutil, pero que, con el paso de los días, se iba dejando ver con más claridad. No quería preguntarle nada, por si acaso fuera solamente eso, una tontería mía, pero pasados un par de meses, era más que evidente que ahí estaba pasando algo. Lo estuve comentando con el jefe de personal y el director de marketing, en una comida de trabajo que hicimos un día que tenían que venir unos clientes de Santander y al final se les complicó el día y les fue imposible llegar a la reunión a tiempo. Y, como ya estábamos los tres allí, una vez recibida la llamada telefónica, decidimos aprovechar para hacer un ligero brainstorming y luego una comida ligera y una charla distendida sobre cualquier cosa que no estuviera relacionada con el trabajo.

   Me recomendaron que prestara mucha atención a los pequeños detalles, y que si seguía con esas dudas que no me dejaban estar tranquilo y, además, veía otros cambios aunque fueran muy insignificantes, me buscara un detective privado para que me quitara todo tipo de pensamientos negativos. Porque ellos pensaban que no habían motivos suficientes para que estuviera tan preocupado por lo que pudiera estar haciendo mi esposa.

   Pero no me hizo falta contratar a nadie. Una tarde hubo una bajada de trabajo, y les di libre a todos los empleados porque era viernes y tenían por delante un puente largo de cuatro días, y ya no iba a llegar ningún cliente a esas horas. Así que decidí obsequiarles con esas tres o cuatro horas extras de libranza, y de paso aprovechar yo para darme un paseo por el gimnasio, que llevaba apuntado más de dos años y solo había ido la primera semana.

   Me fui a casa a coger la bolsa de deporte, metí un chandal, unas deportivas y una toalla, y me fui caminando tranquilamente hacia el gimnasio, que estaba a escasamente tres calles de donde vivíamos. Rosa no estaba en casa, pero tampoco me extrañó, porque a esas horas solía estar reunida con sus amigas, gastando una respetable cantidad de euros en alguna tienda de ropa, o tomando un café o una copa en alguno de esos locales donde tienen unos precios tan prohibitivos que solo puede ir gente de clase media-alta. Ellas son así. Y a mí no me parece mal, mientras puedan hacerlo...

   Dieciocho, diecinueve, veinte. No estaba mal, veinte abdominales con un peso de veinticinco kilos después de un cuarto de hora de bicicleta estática y otros quince minutos de correr en la cinta, teniendo en cuenta que hacía dos años que no había hecho esfuerzo físico alguno. Estaba satisfecho, no creía que estuviera aún en tan buena forma. Lo lógico habría sido ahogarme a los cinco minutos de empezar a pedalear. Pero me fue bien.

   Y después de la ducha, me tomé un refresco isotónico, de esos que toman los niños pijos después de machacarse todos los músculos de su cuerpo para hincharse como si fueran el buche de una rana toro cuando quiere asustar a sus enemigos. Toda esa juventud desperdiciada en pegarse palizas diarias con las pesas y las máquinas de musculación, en vez de darle más trabajo al cerebro y labrarse un futuro prometedor.. Me habían hablado de tantos de ellos que, después de dedicarse años y años al culto al cuerpo, sin haber estudiado nada más que todos los músculos que tiene la anatomía humana, que tiene muchísimos más de los que yo conozco y conoceré nunca, se han encontrado haciendo cola en la oficina del paro o de las empresas de trabajo temporal, teniendo que dejar el gimnasio por no poderlo pagar y perdiendo en pocos meses toda esa musculatura que tantos años les había costado poseer. Pero bueno, es decisión personal de cada uno, y como dice el refrán, "sarna con gusto..."

   Y estando allí sentado, en la barra del bar del gimnasio, donde no se vende ni alcohol, ni refrescos con un alto porcentaje de azúcar, ni bollería industrial, con mi vasito de esa bebida que dicen que te hace recuperar fuerzas después de una sesión de ejercicios, mirando a través del enorme ventanal que separaba el pequeño local de la calle donde paseaban los transeúntes, me quedé petrificado. Casi se me cae el vaso de la mano.

  Uno de esas moles de carne endurecida y depilada, coloreada con una especie de betún marrón rojizo que les hace parecer recién llegados del Caribe, estaba metiéndole la lengua hasta el gaznate a Rosa. No había lugar a duda alguna, estaba a escasamente unos cinco metros de ellos, que encima se habían apoyado en el cristal por el que estaba yo mirando el movimiento del exterior.

   El mundo se me cayó encima de golpe. Empecé a escuchar un pitido agudo en ambos oídos que me estaba taladrando el cerebro. No podía ser, era ella, Rosa, mi Rosa, con un armario de cuatro puertas de color casi caoba pegándose el "filetazo" como si fueran unos colegiales a la salida del instituto. Creí que me iba a caer del taburete. Pero respiré hondo, intenté relajarme, si es que alguien se puede relajar viendo semejantes imágenes, para contrarrestar el shock psicológico que estaba adueñándose de mí en esos momentos.

   No sabía que hacer. Intentaba encontrar mentalmente el botón de "reset" imaginario que me devolviera la coherencia y que me ayudara a recuperar un ritmo cardiaco normal, porque las pulsaciones me habían aumentado hasta el punto que parecía que estaba otra vez en la máquina de abdominales. Pero fue imposible, el pánico se adueñó de mí, aunque sin llegar a hacerme perder los papeles y salir corriendo a montarles una escenita. Eso fue lo único positivo que conseguí obtener en aquel instante.

   Poco a poco fui controlando la respiración, aplicando unos ejercicios que me había enseñado mi hermana hacía mucho tiempo y que yo siempre me los tomé a cachondeo. Pero pude comprobar que, realmente, en este tipo de ocasiones, funciona y muy bien. Con las pulsaciones bajando y empezando a desaparecer ese pitido en mis oídos, vi que se desenganchaban el uno del otro, y después de meterle mano en medio de la calle sin que ella pusiera ningún remilgo en ello, se dieron la mano y se dirigieron a un coche que estaba aparcado unos metros más allá. Un pequeño descapotable biplaza, uno de esos coches que se utilizan normalmente para ligarse a las chavalitas, pero que esta vez le entró un pez de los grandes en el anzuelo. Porque Rosa, a pesar de no ser ya una niña de veinte años, estaba muy bien. Se subieron y, pegando un acelerón en el que se dejó la mitad de los neumáticos en el asfalto, salieron chirriando ruedas a toda velocidad, obligando a una señora que iba con su niño de la mano a pegar un salto y subirse a la acera para que no fueran atropellados.

   Todo tipo de ideas pasaron por mi cabeza. De todas las formas y colores. Y al final, tomé una decisión. Empecé a seguirlos para ver cuáles eran sus hábitos, los lugares a los que iban con asiduidad, qué horarios tenían para ir a tal o cual sitio, etc... Y pasadas tres semanas, ya tenía un guión de sus movimientos que era casi fiel a sus movimientos. De algo me tenía que servir el haber hecho miles y miles de estudios de mercado durante años. Estaba todo escrupulosamente especificado en esa página que fui rellenando mientras me iba secando la humedad que se producía de vez en cuando en mis ojos. Eran muy previsibles, todo muy estructurado, con las horas casi calcadas de un día a otro. Fueron muy fáciles de seguir, porque no tenían miedo a nada, no se escondían de nadie. En esa zona de la ciudad nadie conocía a Rosa, así que no tenía el más mínimo problema en que la vieran con su amante por la calle. Pasarían por una pareja más, de las tantas que hay paseando por ahí.

   Lo que vino a continuación lo planifiqué en unos minutos. No me costó nada, para mí aquello era el fin, pero no quería hacer nada a la desesperada, tenía que usar la cabeza, que para algo llevaba años gestionando mi empresa y demostrando mi capacidad de controlar prácticamente todas las situaciones.

   Esta vez iba a ser algo diferente, pero el control lo iba a tener yo hasta el final. Sabía que los martes iban a comer a un restaurante japonés al que yo creo que había ido una vez y, a pesar de que no me gusta demasiado el sushi, reconozco que cocinan muy bien. Después estaban dos horas de reloj en el hotel Paradise, imagino que no para asuntos de trabajo. Y luego, cuando el sol empezaba a ponerse, y el aparcacoches le entregaba el descapotable en la misma puerta del hotel, se iban al chiringuito que hay al final de la playa, un lugar bastante tranquilo a esas horas y donde te puedes tomar una copa escuchando música chill-out de buena calidad.

   Faltan unos pocos minutos para que salgan. Ya veo cómo el sol empieza a esconderse tras los edificios más altos. Desde aquí se ve de otra manera, cambia mucho verlo desde la calle que hacerlo desde esta altura. Es un espectáculo impresionante, agradable de ver, relajante. Pero yo ahora no quiero relajarme, necesito estar preparado porque dentro de muy poco van a salir del hotel, y no quiero que todo mi plan se vaya al garete por quedarme viendo cómo se esconde el sol. Sería ridículo.

   Ya veo el descapotable salir del parking. Ahora el aparcador le está entregando las llaves mientras Rosa se sube al asiento del acompañante. Es el momento de hacerlo. Antes de que él se suba.

   De repente, el aire empieza a golpearme cada vez con más fuerza en la cara, con tanta velocidad que me hace tragar una mezcla de monóxido de carbono, olores de alcantarilla y vapor de asfalto. Unos metros más abajo Rosa está ya bien instalada en el descapotable, y su Hulk particular empieza a subirse a su asiento, completamente ignorante de la sorpresa que les estoy a punto de dar. Me estiro todo lo que puedo para abarcar el máximo espacio posible, no quiero que nada salga mal en el último instante. Veo cómo el coche está justo en mi trayectoria, y cada décima de segundo más y más cerca, más y más grande, más y más ¡¡¡CRACK!!!



lunes, 9 de marzo de 2015

MAMÁ


   -Estoy muy sola.

  -¡Buenas noches, mamá!

  -Estoy muy sola, siempre aquí metida, sin salir de casa. ¿Me has escuchado?

  -Sí, mamá, te he escuchado perfectamente. Igual que esta tarde antes de irme a trabajar, y que esta mañana cuando he bajado a comprar el pan para hacerme el bocadillo... Sí te escucho, y siempre me dices las mismas cosas. Solo te quejas, me echas en cara que no te saque, que estés siempre metida aquí, como si fuera culpa mía, mamá...

  -Pero hijo, entiéndeme, soy muy mayor, y te vas y me dejas sola, y a mí me da miedo. Ya sabes que siempre he sido de salir mucho, de estar dentro de casa muy poco tiempo, el justo para limpiar, hacer la comida y poco más. Desde que murió tu padre me era imposible estar más de 2 horas seguidas dentro de casa, entre estas cuatro paredes. Sentía que me oprimía el pecho, la cabeza, todo mi ser...

  -Sí, mamá, lo sé, y de verdad que yo siempre he estado de acuerdo en que salieras a la calle a comprar, a pasear, a mirar tiendas, a sentarte en un banco del parque, a tomar un café con tus amigas, y hasta a que te fueras al teatro, al cine o a un concierto de algún músico que te gustara. Nunca te he dicho una mala palabra por ello, porque siempre me he puesto en tu lugar, y creo que a mí me habría pasado lo mismo si hubiera estado casado y mi mujer hubiera fallecido de la manera tan trágica como murió papá. Sabes que es así, y por eso no entiendo que me estés echando en cara ahora que no puedas salir...

  -Hijo, no es culpa tuya, yo lo sé, pero me asfixio aquí dentro, no puedo decir que me duela, porque sería faltar a la realidad, pero me hace sentir mal, porque me siento como una presidiaria entre las paredes sucias de su celda, sin opción de poder pisar la calle, de ver pasar a la gente, los coches, los niños cuando salen del colegio y van dándole patadas a un balón mientras sus madres les gritan que tengan cuidado de forma automática, casi sin mirarlos, hablando como cotorras con las otras madres de los compañeros de su hijo. Tú no eres el culpable, pero tengo que quejarme a alguien, y tú eres el único que veo en todo el día. Entiéndeme, creo que tengo derecho a poder salir...

  -Sí, mamá, tienes todo el derecho del mundo, no voy a ser yo el que te lo vaya a quitar, pero no puedes salir tú sola, y lo sabes. Y yo no tengo demasiado tiempo para sacarte a pasear. Trabajo más de diez horas al día, tengo que hacerme cargo de la casa, de la comida, de hacer la compra, de todos los imprevistos que surgen a diario y que tú sabes perfectamente a qué me refiero... Y encima me han nombrado presidente de la comunidad desde hace ya 4 meses, sin tener en cuenta mi situación actual, tanto la anímica como la física. Y precisamente este año se les ha ocurrido reformar la fachada. Y yo tengo que encargarme de hablar con las empresas que se dedican a este tipo de trabajos, analizar los presupuestos, hacer una criba y, después, convocar una reunión tras otra para presentar el resumen de ese análisis para que lo rechacen y tenga que volver a pedir más precios y vuelta a hacer números... Estoy harto de toda esta gente, que quieren que les hagan todo el trabajo por cuatro duros, y encima me echan a mí la culpa porque se está retrasando el inicio de las obras, cuando son ellos los que no dejan de decir que no a todos los proyectos que les presento. ¿Tú crees que me queda tiempo para algo? Y mucho menos para sacarte, que tendría que hacerlo llevándote en brazos en todo momento, y a estas horas que llego de trabajar ya no me quedan fuerzas para hacerlo. Y, ¡qué narices!, ya no son horas de salir a la calle, es de noche y hace frío...

  -¡Háblame bien que soy tu madre!

  -Perdona, mamá, pero me sacas de mis casillas con tus quejas, sin tener en cuenta por lo que estoy pasando yo. Sólo te preocupas por ti, sin importarte si yo estoy bien o no, y eso me hace hervir la sangre... Tú sabes que yo te quiero mucho, y que me vine a vivir contigo desde el siguiente día que enterramos a papá para hacerte la vida menos dura.

  -Sí, y yo te lo agradeceré siempre, pero ahora, que es cuando necesito más de tu ayuda, no me haces ni caso, me siento abandonada, como si hubieras dejado de quererme o algo así, y me...

-¡Mamá, por favor! ¿Pero cómo me dices eso, por Dios? ¿Tú crees que si no te quisiera habría seguido aquí contigo? ¿No crees que si no te quisiera como dices, yo ya me habría ido a vivir solo, sin responsabilidades de ningún tipo, disfrutando de mis casi cincuenta años? Porque aún me siento joven, mamá, pero no sé cuántos años me quedarán para empezar a encontrarme con los achaques de la edad. Pero yo decidí por mí mismo, sin ninguna presión externa, quedarme con mi madre, contigo, mamá, para que estuvieras mejor, acompañada por tu hijo, tu único hijo, porque si no estuviera yo contigo, estarías completamente sola...

  -Lo sé, hijo, lo sé, y precisamente por eso te recuerdo que ahora ya no estoy tan a gusto como tú querías cuando te viniste a vivir aquí. Y cuando te lo digo, te enfadas. Te enfadas con tu madre, la mujer que te trajo al mundo, y eso me duele, me hace sentir una mujer abandonada, que está todo el día sola mientras tú te vas a la calle dejándome aquí encerrada...

  -Mamá, de verdad, estoy ya harto de tener todos los días, a todas horas, en cuanto entro al comedor, esta conversación. No, no es una conversación, esto ya es una discusión que me altera, me pone de mala leche, mamá, porque si a ti te duele estar aquí sola, imagínate lo que me puede doler a mí el no poder hacerte sentir bien porque no tengo más tiempo para dedicártelo. ¿Entiendes eso, mamá? ¿Puedes llegar a entenderlo? No, claro, a ti lo único que te importa, lo único que entiendes, es que estás sola, ya lo sé. Lo demás no cuenta para ti. Tú eres el centro del universo, y todos tenemos que girar a tu alrededor, ¿es eso, verdad?

  No me hables así, Jesús, por favor, me estás dando miedo...

  -¿Miedo? ¿Así que ahora yo te doy miedo? Esto es el colmo, mamá... Y todo por lo mismo de siempre, me estoy cansando ya de vivir en un bucle que se repite cada día varias veces, mi cabeza está a punto de no poder soportar todo esto...

  -¿Qué estás pensando, Jesús? No me gusta esa cara que se te está poniendo...

  -¿Qué cara quieres que se me ponga, mamá, si me tienes ya hasta los mismísimos...?

  -¡Jesús! Sigo siendo tu madre, a mí me hablas bien, ¿estamos?

  -No te he hablado mal, mamá, sabes que nunca lo he hecho, ¿por qué tendría que empezar a hacerlo ahora?

  -Tú no me quieres, nunca me habías hablado así, con ese odio, con tanta rabia en tus palabras...

  -¡Venga, ahora resulta que te odio! Muy bien, mamá, no tengo ya bastante con todo lo que me estás haciendo pasar que encima le echas más leña al fuego... ¿Crees que eso sirve para algo? No me contestes, ya te lo digo yo: NO. No, mamá, no sirve para nada. Por lo menos para nada positivo, porque lo que has conseguido con esto es que ya no lo quiera soportar más.

  -¿Qué estás diciendo? ¿A qué te refieres? ¿Qué estás pensando, Jesús?, no me asustes más, por favor... Me vas a hacer llorar, Jesús...

  -Tranquila, si no voy a hacerte nada, no tengas tanto miedo. Sencillamente voy a darte el gustazo de conseguir lo que quieres, eso de lo que tanto te quejas todos los días. Mañana mismo te saco a la calle, te cargaré en mis brazos y te llevaré donde sé que te gusta.

  -...

  -¿Sorprendida, verdad? Por fin te vas a salir con la tuya, mamá, tu obsesión, tu insistencia, al final ha dado sus frutos. Tú ganas, a partir de mañana ya no vas a quejarte más...

  -Jesús, no te entiendo... ¿A qué te refieres? ¿Dónde me vas a llevar mañana? Dímelo, Jesús... Por favor, no te quedes ahí callado mirándome, que me das miedo... Tienes los ojos rojos, encendidos, puedo sentir que tu corazón se está acelerando por segundos...

  -Sí, se me acelera, es cierto. Pero no te preocupes, es porque acabo de encontrar la solución a todo esto, una buena solución. Para ti y para mí. Todos nos quedaremos contentos...

  -¿Vas a meterme en una residencia, no es eso?

  -Mamá, por favor, sabes que no puedes estar en una residencia. No te aceptarían en ninguna en las condiciones en las que estás. No, es algo mucho mejor, ya lo verás mañana...

  -¡Te exijo, como madre tuya que soy, que me digas qué estás pensando hacer conmigo!

  -Está bien, no me grites, no es nada malo, ya lo verás...

  -¡DÍMELO!

  -Vale, te lo voy a decir. ¿Recuerdas que siempre has hablado de aquella vez que fuisteis papá y tú a aquel apartamento que estaba frente al mar y que para ti sería un sueño poder vivir allí?

  -Sí, lo recuerdo, pero...

  -Pues eso es lo que voy a hacer.

  -¿Vas a comprar un apartamento en la playa?

  -Jajajajajajajajaja... Mamá, al final me has hecho reír. No, con mi sueldo no tendría ni para pagar un alquiler. No, madre, no. Lo que voy a hacer es llevarte a un lugar donde estés siempre viendo el mar, en contacto con la brisa marina, disfrutando de ese ambiente marinero que tanto echas de menos desde aquel día.

  -No comprendo...

  -No le des más vueltas, mamá, mañana saldrás de dudas. Me voy a dormir. Mañana te llevaré a ese lugar que te hará muy feliz. Buenas noches, mamá.

  -Jesús, no me dejes aquí sola, entre estas cuatro paredes. Me encuentro abandonada, siempre sola, mientras tú te vas constantemente a cualquier sitio con tal de no estar conmigo, y sabes que...

  -¿Mamá, no empieces otra vez con lo mismo, por favor! Me voy a la cama, a dormir. Estoy cansado, he trabajado un montón de horas y no es culpa mía que tú no duermas. Yo necesito, al menos, cuatro horas de sueño, si no mañana no estaré ni para salir de la cama. Llevo mucho cansancio acumulado, necesito descansar un poco. Por favor, dejemos aquí la discusión, no tengo el cuerpo para volver a empezar de nuevo... ¡Buenas noches! Hasta mañana, mamá, te quiero mucho.

  -Sí, sí, mucho "te quiero", mucho "te quiero", pero tú te vuelves a ir y yo me quedo una vez más aquí sola, sin poder moverme, sin ver la luz de la calle, encerrada como si estuviera en la cárcel, como si no hubiera nadie que se quisiera encargar de mí, completamente abandonada, sumida en un silencio que no puedo soportar, envuelta en una oscuridad que no deseo... Jesús, por favor... ¿Jesús?... ¿Jesús, estás ahí?... ¿Te has ido a dormir ya? ...Otra vez me has dejado sola, mal hijo, no me quieres, no me mientas...

                                                                  ----------oooo0000oooo----------


  Al día siguiente, Jesús se levantó después de dormir apenas cuatro horas, se aseó un poco e hizo lo posible por despejarse al máximo, porque esa mañana iba a ser especial. A lo lejos escuchaba las quejas interminables de su madre. Se vistió de una forma más elegante de lo que habitualmente solía hacer, porque la ocasión lo merecía.

  Y entró en el comedor, haciendo oídos sordos a las repetitivas quejas de su madre, que hacía ya varios meses que no dejaba de repetir a todas horas. Se dirigió a la estantería que estaba llena de figuritas de recuerdos de un montón de lugares que habían ido comprando sus padres cuando eran jóvenes y aún estaban juntos. En el centro, pulcramente limpia, había una urna de cerámica. La cogió, dijo -¡Vámonos, mamá, ya ha llegado el momento de que salgas de casa! - y se dirigió a la estación del tren para ir a la playa.



jueves, 5 de marzo de 2015

EL BUS NOCTURNO

   Y el bus que no pasa. No sé qué está pasando hoy que tarda demasiado. Justamente el día que más cansado estoy. Ha sido una tarde de mucho trabajo, más de lo normal, y en días así lo más normal es que el encargado se ponga nervioso y nos contagie el nerviosismo a los demás. Al salir del vestuario, tras fichar la salida, tenía aún el pulso acelerado por haber estado aguantando las órdenes que no dejaba de dar, a voz en grito, el capataz. No le gusta que le llamen ni capataz ni encargado, él prefiere que le digamos supervisor porque le hace sentirse como más importante, pero la verdad es que es un simple trabajador al que le han dado un poquito de mando a cambio de un plus irrisorio en su nómina. Estamos todos convencidos de que, si se lo hubieran propuesto sin pagarle ese dinero adicional, él habría aceptado de muy buen grado, porque le encanta mandar, disfruta sintiéndose más que nosotros, como si eso le hiciera ser más importante que los demás. En el fondo es un pobre amargado que, cuando llega a casa, la encuentra fría, sola, vacía, sin niños que salgan a recibirlo con sus grititos de alegría ni una mujer que le dé un beso de bienvenida. Solo. No le envidio la vida que tiene, más bien me da pena...

   Y hoy ha sido especialmente rudo en sus formas, gritando a todos; hasta a Armando, el compañero que más años lleva en la empresa y al que le quedan pocos meses para que se pueda jubilar. Y eso me ha hecho odiarlo un poco, me ha dolido que le hablara así a una persona que podría ser su padre. Pero no le he dicho nada, porque eso sólo habría servido para que quisiera imponerse aún más, demostrándole a todos que él es el que manda allí. Pobre iluso. Lo único que consigue con eso es que nadie le hable de otra cosa mas que de temas estrictamente laborales. Y poco. Por eso me he callado y lo he dejado por imposible, como si no existiera.

   Pero me ha dejado mal cuerpo. Entre el cansancio por la acumulación de trabajo, el nerviosismo que cotidianamente suele haber en el ambiente y hoy, además, el morderme la lengua para no gritarle lo que realmente pensaba de él, hasta me han quitado las ganas de tomarme el té que suelo beber antes de ir a casa para que mi mujer no note nada y que me vea llegar tranquilo, relajado y sonriente, como ella cree que vivo en la fábrica. Yo le cuento sólo las cosas buenas que suceden, y muchas otras que sólo existen en mi mente, con el único fin de que no se preocupe por mí. Pero estoy harto de este trabajo, no lo soporto. Llevo muchos años haciendo lo mismo, un día es igual al anterior, y el siguiente no se diferencia en nada. Solo los días como hoy cambian, pero para peor. Pero ella no tiene por qué saberlo. Quiero que sea feliz cuando estemos juntos, y ésa es la única manera que se me ocurre para que las ocho horas de tensión que me trago a diario no pasen factura en mi vida privada, con esa mujer que bastante pena ya tuvo al enterarse de que no podía tener hijos. No, prefiero ser yo el único que se trague toda esa bilis.

   Ahora, sentado bajo la marquesina de la parada, esperando a ese autobús que parece que no quiere pasar, me arrepiento de no haberme tomado esa tacita de infusión de valeriana, tila y pasiflora, que me deja como nuevo en unos pocos minutos. Espero que Berta no note nada cuando me vea. Y encima ahora se pone a llover. Menos mal que es agua fina, creo que los vascos lo llaman "chirimiri" o algo así. Mientras se mantenga así...

   Parece que voy a tener compañía esta noche en la parada. Claro, normalmente no estoy a estas horas aquí, hace mucho que debería haber pasado el bus, pero no entiendo qué está pasando, que he llegado a las 10:20 y son ya las once y cuarenta de la noche y sigo esperando. Una persona se acerca, vestido con una gabardina con capucha para protegerse de la fina lluvia. Lleva la cabeza inclinada hacia abajo y la capucha le tapa casi toda la cara. Pero no me inspira ningún temor; se ve una persona de edad avanzada, de una corpulencia más bien escasa, pero con una pequeña barriga que se le adivina bajo la gabardina que indica que andará sobre los 65 kilos, que para los poco más de 1,60 centímetros que aparenta tener, me hace pensar que se cuida bastante a la hora de comer.

  Cuando llega, se coloca a mi lado, ni muy cerca ni demasiado lejos, a una distancia que no invade mi espacio vital, lo que no me hace en ningún momento pensar mal de sus intenciones, pese a que han habido algunos incidentes de robo con violencia en las últimas semanas en esta zona. Y yo no suelo estar tan tarde por aquí. Pero este maldito bus...

   No dice nada, ni buenas noches, ni hola. Nada. ¿Qué le cuesta a la gente ser agradable con los demás, si un breve saludo no cuesta nada? Pero igual ese hombre está pensando que yo pueda ser uno de esos atracadores que agreden a las personas en la calle por la noche para robarles lo que lleven encima. Claro, es comprensible, no lo había pensado antes. Creo que será mejor decirle algo, para que no tenga dudas sobre mí.

   -¡Hola, buenas noches! ¿Sabe usted cada cuánto pasa este autobús? Es que llevo bastante tiempo esperándolo y creo que está tardando demasiado.

   -Cada hora.

   -...Gracias...-Una respuesta muy escueta, no debe tener ganas de hablar con extraños.

   Pero su voz no me ha resultado desagradable, sino más bien la de una persona que ha sufrido mucho en la vida, y que, no sabría decir por qué, ahora estuviera relajándose. Vamos más o menos como estoy yo ahora, que me estoy intentando tranquilizar por lo que ha pasado esta tarde en la fábrica. Si es que cada persona es mundo; ¡qué gran verdad!

   Me centro de nuevo en mis cosas, sin darle mayor importancia a la presencia de esa persona a mi lado. Y me vuelve a salir la mala leche que tuve que tragarme por culpa del imbécil de Julio, viendo cómo gritaba al pobre Armando. No puedo con las injusticias, y eso me ha parecido de lo más injusto. Debería no pensar más en ello, porque el pulso se me vuelve a acelerar, y no tengo ninguna necesidad de ello. Pero es que es un pedazo de...

   Las doce menos diez y aquí no pasa nadie. Berta se va a empezar a preocupar, y eso es lo último que quisiera. Quiero tanto a esa mujer, que lleva conmigo desde que tenía 20 años y que parece que hoy, después de todos estos años, está todavía más enamorada de mí que el primer día. Es lo que me recarga las pilas, ese cariño que me reconforta al llegar a casa hace que mi vida sea completamente diferente cuando estoy a su lado. Sólo nos tenemos el uno al otro, pero no necesitamos nada más, sabemos ser felices juntos. Sí, por supuesto que tenemos vida social, aunque no tanta como nos gustaría. Especialmente a ella, que no dice nada, pero yo sé que muchas veces se siente asfixiada mientras está sola entre esas cuatro paredes, deseando que llegue la hora de que aparezca yo por la puerta. Y entonces su cara se ilumina, y me contagia esa sensación de felicidad absoluta.

   Y por eso me fastidia aún más que el bus esté tardando tanto. Tanto que me estoy poniendo demasiado nervioso. Hasta el punto que me estoy notando una ligera presión en el pecho y un hormigueo en el brazo derecho que me está asustando. Tengo que controlar la respiración, lo leí en alguna parte: si te centras en los movimientos de inspiración y espiración, los latidos se normalizan y la taquicardia disminuye. Pero parece que no sirve de mucho porque esta presión empieza a ser tan aguda que casi es un pinchazo doloroso. Y ahora, más que asustado, estoy empezando a cagarme de miedo. No puedo controlar la respiración, ni el dolor del pecho, ni la mala leche que recorre todos los rincones de mi anatomía.

   No sé si pedirle ayuda a mi compañero de marquesina, porque me está costando respirar ya. Creo que es la única alternativa que me queda. Si no lo hago, creo que en breve me voy a desmayar del dolor tan agudo que me está invadiendo toda la zona pectoral. Un sudor frío está cubriendo mi frente; esto se está poniendo muy feo. Necesito ayuda con urgencia.

   Voy a hacer el esfuerzo de hablarle al de la gabardina, porque ya hasta hablar se me está poniendo cuesta arriba. Pero... ¿Qué está pasando? Me ha puesto la mano sobre el hombro, y noto un torrente de energía que me atraviesa, que me hace sentir mejor, como aquella escena de "La Milla Verde" donde el negro gigante que está encerrado por un crimen que no ha cometido le hace una imposición de manos a la mujer de uno de los guardias de la prisión, o quizás era el aguacil, no puedo recordarlo ahora, y le extrae el tumor que la estaba matando.

   Y entonces levanta un poco la cara, la gira hacia mí, mirándome a los ojos, y me dice:

   -No te preocupes, hijo. He venido para acompañarte en tu viaje, no te vas a ir solo.

   -¿Papá? ¡Oh, papá, te he echado tanto de menos! Si tú supieras... Pero no puedo irme ahora, ¿qué va a ser de Berta? ¿Qué será de...?

   -Ahora no te preocupes de nada. Tú relájate y vente conmigo. Ya no te queda más tiempo para estar aquí. ¿Vamos?
 
   Y, mientras me voy alejando de la mano de mi padre, veo llegar al autobús...



domingo, 1 de marzo de 2015

Y DE NUEVO, EL SILENCIO...


    Hace rato que me he despertado, pero está todo en silencio, y una densa oscuridad me envuelve completamente. Tengo una sensación extraña, no sabría cómo definirla, pero no es como siempre cuando dejo de dormir. Sin embargo noto que estoy tumbado, relajado, con el cuerpo libre de tensiones, y mi mente no tiene restos de sueños desagradables ni pesadillas. La verdad es que, si no fuera por este silencio tan profundo, no se estaría mal. Pero sigo sintiéndome con una curiosidad por saber a qué se debe esa ausencia de sonidos. Normalmente siempre escucho algo al despertar, no sé, una sirena de alguna de las ambulancias que pasan cotidianamente por mi calle, o la vecina del quinto riñendo a su hijo porque se está haciendo el remolón en la cama para llegar tarde a clase. Incluso alguna vez he llegado a escuchar al joven del piso de al lado, que se separó hace unos meses y vive en casa de su madre, cómo retoza en la cama donde antes lo hacían sus padres con alguna de sus amiguitas, o como él dice, "follamigas", mientras ella está trabajando en el turno de noche limpiando las oficinas del bloque azul de los nuevos juzgados que hace un par de años empezaron a funcionar frente al nuestro.

    Pero hoy no. Hoy no se escucha nada. Absolutamente nada. Y debo reconocer que, ahora que ya ha pasado algo así como una hora de reloj sumido en este vacío acústico, empiezo a estar más a gusto, y no me apetece levantarme de la cama. La oscuridad también ayuda, y esta temperatura más bien fría termina por eliminar cualquier intención de sacar los pies y ponerlos en el suelo.

    Pero, una hora más tarde, empiezo a avergonzarme de mi decisión de no hacer absolutamente nada, como si fuera un domingo cualquiera. Y, ahora que lo pienso, no sé qué día es hoy... Hago esfuerzos por intentar recordarlo, pero no hay manera. Ni siquiera me acuerdo qué es lo que hice ayer. Tengo una laguna mental que no me permite visualizar, sobre esta oscuridad que ya empieza a ser extraña, absolutamente ningún momento vivido el día de ayer. Y eso no es normal. Yo siempre he tenido una memoria impresionante, lo que me ha servido para ascender rápidamente en mi trabajo. Porque tener una buena memoria es una herramienta imprescindible para eso. Puedes organizarte perfectamente bien y, además, tener guardado en un rinconcito del cerebro las caras de todas las personas que ves y todo lo que sucede en la oficina y que, para los demás, pasan de forma desapercibida. Pero yo podría describir a la perfección las caras y hasta la complexión física de todas las amiguitas del director que han pasado por su oficina a lo largo de estos últimos cuatro años. Y él lo sabe. Y por eso me ha ido ofreciendo los puestos más deseados por todos, ascendiendo en una carrera fulgurante hasta lo más alto, ante la envidia del resto de mis compañeros que llevan muchos más años que yo.

    Pero hoy, esa memoria fotográfica, no quiere funcionar. Así que voy a levantarme, subir la persiana y empezar el día con una ducha de agua caliente, que eso reconforta y despeja cualquier tipo de bloqueo mental.

    ¿Qué está pasando? ¡No puedo mover las piernas! Estoy empezando a asustarme de verdad, porque mis brazos tampoco me quieren obedecer, ninguna parte de mi cuerpo, salvo el cerebro, quiere hacerme caso. Igual es por eso que no escucho nada, el oído se habrá bloqueado también, así como el nervio óptico... Seguro que es cosa de la edad, y en unos minutos pasará. No hay que asustarse, Carlos, recuerda que a tu madre le pasaba algo parecido. Cierto es que ella ya tenía casi los 85 años cuando empezó a pasarle, pero si es hereditario te puede pasar en cualquier momento. Todo es cuestión de control mental. Piensa en verde, todo se puede si te concentras y crees plenamente en ello.

    ¿Lo ves? Ya se empieza a escuchar algo a lo lejos. El silencio está desapareciendo, se escucha un pequeño ruidito acompasado. Aún no distingo qué es, pero es un alivio salir de este ya agobiante silencio.

    Ahora lo escucho perfectamente: son pasos. ¿Será mi mujer? No creo, le quité las llaves de casa, no puede entrar aquí si no es llamando al timbre. ¿Quién será?

    Cuando te rodea la oscuridad, el sentido del oído se agudiza al máximo, acabo de comprobar que los pasos que escucho no son de una persona sola. Al menos hay tres. El desconcierto vuelve a apoderare de mí. ¿Qué hacen tres personas dentro de mi casa? Espera. ¿Seguro que estoy en mi casa? No recuerdo qué pasó ayer, igual me quedé a dormir en otro lugar... Sí, eso debe ser. Pero esta parálisis temporal que me tiene aquí inmóvil no me deja ni abrir los ojos para ver dónde estoy. Paciencia, Carlos, en pocos minutos estarás perfectamente recuperado.

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    ¡Joder, qué susto me han dado! ¿Qué ha sido ese ruido? Ha sonado parecido al archivador de mi oficina, pero como si se hubiera abierto un cajón enorme. Ese maldito chirrido se me ha metido hasta la última neurona.

    Voces. Muy cerca, y yo sin poder articular palabra, parece de chiste. Pero no me hace la más mínima gracia. Voy a intentar reconocerlas, al menos sabré quién está a mi lado...

    Una de las voces es de mi mujer, no tengo la menor duda. La otra no la conozco de nada. Y hay una tercera; habla poco, muy bajito, como si no quisiera que lo escuchara. Y yo sin poder articular una palabra.

    -¿Por favor, puede dejarnos a solas con él?- Es Luisa, con un tono apesadumbrado. Parece que está a punto de echarse a llorar.

    -Sí, señora, pero sólo un momento. Vuelvo en unos minutos - ha dicho el de la voz desconocida.

    -¿Seguro que está muerto? No confío en ese líquido que le has inyectado, Luisa. Parece que se vaya a levantar de un momento a otro. - Ahora ha hablado lo suficiente como para poderlo reconocer. ¡Es Fernando, el director de la empresa!

    ¿Cómo? ¿Muerto? ¿Fernando, qué estás diciendo? No estoy muerto, estoy paralizado, lo mismo que le pasaba a mi madre, ¿recuerdas? Tú la conociste. ¿De qué líquido estás hablando? ¿Inyectado? ¿Qué está pasando aquí? Estoy aterrado, no me gusta esto...

    -Tranquilo, cariño, me aseguraron que dormiría para siempre, su muerte ha llegado tan lentamente que no se ha dado cuenta de nada, pero es muy efectivo. No hay de qué preocuparse.

    ¿Cariño? ¡Mierda, ya sé lo que pasa! Ayer vi a una mujer entrar en el despacho de Fernando, pero no pude ver bien su cara. Ahora ya sé quién era... Por favor, Fernando, no me importa que te beneficies a Luisa ni le diré nada a tu mujer, pero sálvame, por favor, no me dejes aquí...

    -Señores, ya tengo que volverlo a meter, si no me veré en problemas...

    -No se preocupe, ya nos hemos despedido de él. Puede cerrar la cámara. Adiós, mi vida, nunca te olvidaré.

    -Lo siento, Carlos, si no hubieras sido tan observador y tenido esa memoria, esto no habría acabado así... Te echaré de menos.

    Una vez más, el chirrido insoportable atraviesa mis tímpanos. Y de nuevo, el silencio...