jueves, 5 de marzo de 2015

EL BUS NOCTURNO

   Y el bus que no pasa. No sé qué está pasando hoy que tarda demasiado. Justamente el día que más cansado estoy. Ha sido una tarde de mucho trabajo, más de lo normal, y en días así lo más normal es que el encargado se ponga nervioso y nos contagie el nerviosismo a los demás. Al salir del vestuario, tras fichar la salida, tenía aún el pulso acelerado por haber estado aguantando las órdenes que no dejaba de dar, a voz en grito, el capataz. No le gusta que le llamen ni capataz ni encargado, él prefiere que le digamos supervisor porque le hace sentirse como más importante, pero la verdad es que es un simple trabajador al que le han dado un poquito de mando a cambio de un plus irrisorio en su nómina. Estamos todos convencidos de que, si se lo hubieran propuesto sin pagarle ese dinero adicional, él habría aceptado de muy buen grado, porque le encanta mandar, disfruta sintiéndose más que nosotros, como si eso le hiciera ser más importante que los demás. En el fondo es un pobre amargado que, cuando llega a casa, la encuentra fría, sola, vacía, sin niños que salgan a recibirlo con sus grititos de alegría ni una mujer que le dé un beso de bienvenida. Solo. No le envidio la vida que tiene, más bien me da pena...

   Y hoy ha sido especialmente rudo en sus formas, gritando a todos; hasta a Armando, el compañero que más años lleva en la empresa y al que le quedan pocos meses para que se pueda jubilar. Y eso me ha hecho odiarlo un poco, me ha dolido que le hablara así a una persona que podría ser su padre. Pero no le he dicho nada, porque eso sólo habría servido para que quisiera imponerse aún más, demostrándole a todos que él es el que manda allí. Pobre iluso. Lo único que consigue con eso es que nadie le hable de otra cosa mas que de temas estrictamente laborales. Y poco. Por eso me he callado y lo he dejado por imposible, como si no existiera.

   Pero me ha dejado mal cuerpo. Entre el cansancio por la acumulación de trabajo, el nerviosismo que cotidianamente suele haber en el ambiente y hoy, además, el morderme la lengua para no gritarle lo que realmente pensaba de él, hasta me han quitado las ganas de tomarme el té que suelo beber antes de ir a casa para que mi mujer no note nada y que me vea llegar tranquilo, relajado y sonriente, como ella cree que vivo en la fábrica. Yo le cuento sólo las cosas buenas que suceden, y muchas otras que sólo existen en mi mente, con el único fin de que no se preocupe por mí. Pero estoy harto de este trabajo, no lo soporto. Llevo muchos años haciendo lo mismo, un día es igual al anterior, y el siguiente no se diferencia en nada. Solo los días como hoy cambian, pero para peor. Pero ella no tiene por qué saberlo. Quiero que sea feliz cuando estemos juntos, y ésa es la única manera que se me ocurre para que las ocho horas de tensión que me trago a diario no pasen factura en mi vida privada, con esa mujer que bastante pena ya tuvo al enterarse de que no podía tener hijos. No, prefiero ser yo el único que se trague toda esa bilis.

   Ahora, sentado bajo la marquesina de la parada, esperando a ese autobús que parece que no quiere pasar, me arrepiento de no haberme tomado esa tacita de infusión de valeriana, tila y pasiflora, que me deja como nuevo en unos pocos minutos. Espero que Berta no note nada cuando me vea. Y encima ahora se pone a llover. Menos mal que es agua fina, creo que los vascos lo llaman "chirimiri" o algo así. Mientras se mantenga así...

   Parece que voy a tener compañía esta noche en la parada. Claro, normalmente no estoy a estas horas aquí, hace mucho que debería haber pasado el bus, pero no entiendo qué está pasando, que he llegado a las 10:20 y son ya las once y cuarenta de la noche y sigo esperando. Una persona se acerca, vestido con una gabardina con capucha para protegerse de la fina lluvia. Lleva la cabeza inclinada hacia abajo y la capucha le tapa casi toda la cara. Pero no me inspira ningún temor; se ve una persona de edad avanzada, de una corpulencia más bien escasa, pero con una pequeña barriga que se le adivina bajo la gabardina que indica que andará sobre los 65 kilos, que para los poco más de 1,60 centímetros que aparenta tener, me hace pensar que se cuida bastante a la hora de comer.

  Cuando llega, se coloca a mi lado, ni muy cerca ni demasiado lejos, a una distancia que no invade mi espacio vital, lo que no me hace en ningún momento pensar mal de sus intenciones, pese a que han habido algunos incidentes de robo con violencia en las últimas semanas en esta zona. Y yo no suelo estar tan tarde por aquí. Pero este maldito bus...

   No dice nada, ni buenas noches, ni hola. Nada. ¿Qué le cuesta a la gente ser agradable con los demás, si un breve saludo no cuesta nada? Pero igual ese hombre está pensando que yo pueda ser uno de esos atracadores que agreden a las personas en la calle por la noche para robarles lo que lleven encima. Claro, es comprensible, no lo había pensado antes. Creo que será mejor decirle algo, para que no tenga dudas sobre mí.

   -¡Hola, buenas noches! ¿Sabe usted cada cuánto pasa este autobús? Es que llevo bastante tiempo esperándolo y creo que está tardando demasiado.

   -Cada hora.

   -...Gracias...-Una respuesta muy escueta, no debe tener ganas de hablar con extraños.

   Pero su voz no me ha resultado desagradable, sino más bien la de una persona que ha sufrido mucho en la vida, y que, no sabría decir por qué, ahora estuviera relajándose. Vamos más o menos como estoy yo ahora, que me estoy intentando tranquilizar por lo que ha pasado esta tarde en la fábrica. Si es que cada persona es mundo; ¡qué gran verdad!

   Me centro de nuevo en mis cosas, sin darle mayor importancia a la presencia de esa persona a mi lado. Y me vuelve a salir la mala leche que tuve que tragarme por culpa del imbécil de Julio, viendo cómo gritaba al pobre Armando. No puedo con las injusticias, y eso me ha parecido de lo más injusto. Debería no pensar más en ello, porque el pulso se me vuelve a acelerar, y no tengo ninguna necesidad de ello. Pero es que es un pedazo de...

   Las doce menos diez y aquí no pasa nadie. Berta se va a empezar a preocupar, y eso es lo último que quisiera. Quiero tanto a esa mujer, que lleva conmigo desde que tenía 20 años y que parece que hoy, después de todos estos años, está todavía más enamorada de mí que el primer día. Es lo que me recarga las pilas, ese cariño que me reconforta al llegar a casa hace que mi vida sea completamente diferente cuando estoy a su lado. Sólo nos tenemos el uno al otro, pero no necesitamos nada más, sabemos ser felices juntos. Sí, por supuesto que tenemos vida social, aunque no tanta como nos gustaría. Especialmente a ella, que no dice nada, pero yo sé que muchas veces se siente asfixiada mientras está sola entre esas cuatro paredes, deseando que llegue la hora de que aparezca yo por la puerta. Y entonces su cara se ilumina, y me contagia esa sensación de felicidad absoluta.

   Y por eso me fastidia aún más que el bus esté tardando tanto. Tanto que me estoy poniendo demasiado nervioso. Hasta el punto que me estoy notando una ligera presión en el pecho y un hormigueo en el brazo derecho que me está asustando. Tengo que controlar la respiración, lo leí en alguna parte: si te centras en los movimientos de inspiración y espiración, los latidos se normalizan y la taquicardia disminuye. Pero parece que no sirve de mucho porque esta presión empieza a ser tan aguda que casi es un pinchazo doloroso. Y ahora, más que asustado, estoy empezando a cagarme de miedo. No puedo controlar la respiración, ni el dolor del pecho, ni la mala leche que recorre todos los rincones de mi anatomía.

   No sé si pedirle ayuda a mi compañero de marquesina, porque me está costando respirar ya. Creo que es la única alternativa que me queda. Si no lo hago, creo que en breve me voy a desmayar del dolor tan agudo que me está invadiendo toda la zona pectoral. Un sudor frío está cubriendo mi frente; esto se está poniendo muy feo. Necesito ayuda con urgencia.

   Voy a hacer el esfuerzo de hablarle al de la gabardina, porque ya hasta hablar se me está poniendo cuesta arriba. Pero... ¿Qué está pasando? Me ha puesto la mano sobre el hombro, y noto un torrente de energía que me atraviesa, que me hace sentir mejor, como aquella escena de "La Milla Verde" donde el negro gigante que está encerrado por un crimen que no ha cometido le hace una imposición de manos a la mujer de uno de los guardias de la prisión, o quizás era el aguacil, no puedo recordarlo ahora, y le extrae el tumor que la estaba matando.

   Y entonces levanta un poco la cara, la gira hacia mí, mirándome a los ojos, y me dice:

   -No te preocupes, hijo. He venido para acompañarte en tu viaje, no te vas a ir solo.

   -¿Papá? ¡Oh, papá, te he echado tanto de menos! Si tú supieras... Pero no puedo irme ahora, ¿qué va a ser de Berta? ¿Qué será de...?

   -Ahora no te preocupes de nada. Tú relájate y vente conmigo. Ya no te queda más tiempo para estar aquí. ¿Vamos?
 
   Y, mientras me voy alejando de la mano de mi padre, veo llegar al autobús...



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