miércoles, 11 de marzo de 2015

ANOCHECE


   Anochece. Muchas imágenes pasan a gran velocidad por mi mente, como si mi vida entera quisiera ser repasada en unos segundos. Pero especialmente las últimas semanas.

   En el horizonte, rojos trazos de un sol que se desvanece van perdiendo vida. Desde aquí se ve de una manera distinta la puesta de sol, tiene una intensidad increíblemente fascinante. Nunca me había fijado en la cantidad de colores que se representan en el cielo a estas horas, cuando el sol inicia su retirada y le da paso al satélite terrestre para que siga alumbrando al planeta. Es el relevo del testigo interminable, que se repite día a día, sin que la mayoría de los mortales le prestemos la atención que se merece. Si hubiera sido capaz de darme cuenta antes de la amplia paleta de colores que se muestran, en estos escasos veinte minutos que suele durar el atardecer en esta parte del mundo, y me hubiera preocupado más en disfrutarlos y hasta, por qué no, de fotografiarlos y buscar las combinaciones más sorprendentes para después plasmarlas en un lienzo con mis acuarelas o las pinturas acrílicas, que hace años se quedaron abandonadas en el estudio, creo que las cosas me habrían ido mucho mejor y ahora mismo no me encontraría en este momento que ya no tiene marcha atrás.

   Pero, como dice el refrán, "a lo hecho, pecho". No supe redirigir mi vida, lo reconozco. Me hinqué de rodillas ante el que fue el mayor de mis problemas hasta entonces, y no fui capaz de levantarme y buscar una solución plausible que me ayudara a seguir caminando con la cabeza bien alta, inmune al dolor y a las habladurías. Al menos, al principio, de cara a la galería. Porque eso duele mucho, y no es fácil de digerir así como así. Pero pasa, todo pasa, cualquier problema tiene solución, a corto o largo plazo, y no hay que precipitarse a la hora de reaccionar porque entonces sucede lo que está pasando ahora.

   Tal vez le dediqué demasiado tiempo a mi trabajo, puede ser. Posiblemente me aislé en mi burbuja, rodeado de papeles, pantallas, teclados, archivadores de todo tipo, gestionando a toda la plantilla desde mi oficina, esa a la que a muchos les daba miedo entrar. Un miedo injustificado, pensaba yo, porque a pesar de ser el director general de la empresa, nunca traté a nadie de manera despótica ni fuera de lo que marca la ley. Es más, creo recordar varios casos en los que ayudé en lo posible a algunos de mis empleados que estaban pasando por un mal momento económico y hasta me tomé como algo personal el problema familiar que tuvo Luis, cuando sus padres murieron en un trágico accidente de tráfico. Le di varios días de libranza que superaban con creces los que le permitía el estatuto del trabajador, mejorando incluso lo que se había firmado en el convenio de la empresa con los sindicatos.

   Pero aún así, a pesar de tratar siempre con corrección a todos y cada uno de ellos, saludándolos al entrar y al salir de mi bunker sagrado, preguntándoles cómo les iba la vida, preocupándome razonablemente por sus problemas personales, y si alguna vez fue necesario, apoyándolos en lo que pude, seguían viendo en mí la figura del gran jefe, el que todo lo puede, el intocable, al que hay que respetar y temer. Nunca conseguí que me trataran como a un simple encargado, como me hubiera gustado para estar más cerca de ellos, en vez de sentirme aislado y, sí, por qué no decirlo, solo. Muy solo y angustiado.

   Y si le dedicaba tanto tiempo a mi trabajo era, primero, porque me gustaba, me hacía sentir un hombre triunfador al haber levantado mi empresa de la nada y convertirla en el sustento económico de más de veinte familias que trabajaban para mí. Y segundo, porque quería que mi mujer tuviera todos los caprichos que quisiera, que no se quedara con las ganas de tener algo que le gustara. No lo hice por mí exclusivamente, aunque verla a ella contenta y feliz con sus joyas, sus ropas caras, sus sesiones de peluquería y estilismo semanales y demás caprichitos que se le antojaban, me llenaba de bienestar. El poco tiempo que me quedaba para estar en casa con ella se lo pasaba contándome todo lo que había hecho ese día, que casi siempre era darse un largo paseo por los centros comerciales de la zona alta y las tiendas exclusivas, y luego me mostraba sus modelitos y las "pequeñas joyitas", como ella las llamaba, que se había visto en la necesidad de comprar, porque le hacían juego con este o aquel vestido. Lo cierto es que siempre ha sido una despilfarradora, pero para eso sirve el dinero, para gastarlo cuando lo tienes. Y yo sabía administrarme muy bien. Cuando le ingresaba una gran suma de dinero en su cuenta particular, para sus gastos, me encargaba de repasar antes todas las facturas que se debían pagar y una vez comprobado lo que quedaba disponible, me reservaba el cincuenta por ciento para meterlo en un fondo de ahorros, pensando en el futuro, del que nunca toqué un solo céntimo. Bueno, sí; una vez tuve que meterle mano por un problema de fechas; se retrasaron unos cobros que debía usarlos para un pago ineludible y no me quedó más remedio. Pero lo repuse en seguida.

   Ella era feliz así, y yo, viéndola siempre contenta y sonriente, ya tenía suficiente. Era todo para mí. Nos conocimos cuando yo no tenía nada, apenas un empleo de contable por el que ganaba un sueldo más bien escasito, pero entonces a ella no le importó. Y eso me animó a prosperar, a buscar la forma de subir en el mundo laboral, hasta el día que vi la posibilidad de establecerme con mi propia empresa, que empezó siendo una pequeña oficina en una habitación del pisito en el que vivíamos, y acabó convirtiéndose en toda una planta de uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad. Nos queríamos muchísimo antes de tener ese estatus económico que hacía que fuéramos envidiados por mucha gente.

   Pero no sé lo que pasó después. Yo seguía viéndola como una diosa griega a la que tenía que adorar, sin que ello fuera para mí algo complicado de realizar, porque era mi diosa particular, la razón de mi existencia. No tuvimos hijos porque ella no quería que su cuerpo se deformara durante el embarazo y acabara quedándose como su hermana, que ya tenía cuatro enanos cabezones corriendo por el diminuto piso y parecía tener como diez años más de los que realmente tenía. Y yo lo asumí, no me importó, a pesar de que siempre había tenido la ilusión de tener una niña que se aprovechara de mí cuando empezara a hacerse mayor, adulándome y dándome mimos y caricias para conseguir lo que buscaba, como hacen las hijas de la mayoría de la gente que conozco.

   Todo, absolutamente todo, lo hice por ella. Pero llegó un buen día, o quizá debería decir un maldito día, en que me dijo que se iba a ir un par de días con sus amigas a hacer un viaje de fin de semana, solo mujeres, para disfrutar de la playa y hablar de sus cosas. Se fueron, según me dijo, y yo no tenía motivos para desconfiar de que así fuera, a Formentera, una isla paradisíaca en el Mediterráneo. Estuve un par de veces hace muchos años, cuando aún estaba soltero y me encantó, pero nunca más se me ocurrió volver por allí.

  Y a su vuelta algo había cambiado. No sé qué fue lo que me lo hizo pensar, igual fueron imaginaciones mías, pero noté un cambio, al principio muy sutil, pero que, con el paso de los días, se iba dejando ver con más claridad. No quería preguntarle nada, por si acaso fuera solamente eso, una tontería mía, pero pasados un par de meses, era más que evidente que ahí estaba pasando algo. Lo estuve comentando con el jefe de personal y el director de marketing, en una comida de trabajo que hicimos un día que tenían que venir unos clientes de Santander y al final se les complicó el día y les fue imposible llegar a la reunión a tiempo. Y, como ya estábamos los tres allí, una vez recibida la llamada telefónica, decidimos aprovechar para hacer un ligero brainstorming y luego una comida ligera y una charla distendida sobre cualquier cosa que no estuviera relacionada con el trabajo.

   Me recomendaron que prestara mucha atención a los pequeños detalles, y que si seguía con esas dudas que no me dejaban estar tranquilo y, además, veía otros cambios aunque fueran muy insignificantes, me buscara un detective privado para que me quitara todo tipo de pensamientos negativos. Porque ellos pensaban que no habían motivos suficientes para que estuviera tan preocupado por lo que pudiera estar haciendo mi esposa.

   Pero no me hizo falta contratar a nadie. Una tarde hubo una bajada de trabajo, y les di libre a todos los empleados porque era viernes y tenían por delante un puente largo de cuatro días, y ya no iba a llegar ningún cliente a esas horas. Así que decidí obsequiarles con esas tres o cuatro horas extras de libranza, y de paso aprovechar yo para darme un paseo por el gimnasio, que llevaba apuntado más de dos años y solo había ido la primera semana.

   Me fui a casa a coger la bolsa de deporte, metí un chandal, unas deportivas y una toalla, y me fui caminando tranquilamente hacia el gimnasio, que estaba a escasamente tres calles de donde vivíamos. Rosa no estaba en casa, pero tampoco me extrañó, porque a esas horas solía estar reunida con sus amigas, gastando una respetable cantidad de euros en alguna tienda de ropa, o tomando un café o una copa en alguno de esos locales donde tienen unos precios tan prohibitivos que solo puede ir gente de clase media-alta. Ellas son así. Y a mí no me parece mal, mientras puedan hacerlo...

   Dieciocho, diecinueve, veinte. No estaba mal, veinte abdominales con un peso de veinticinco kilos después de un cuarto de hora de bicicleta estática y otros quince minutos de correr en la cinta, teniendo en cuenta que hacía dos años que no había hecho esfuerzo físico alguno. Estaba satisfecho, no creía que estuviera aún en tan buena forma. Lo lógico habría sido ahogarme a los cinco minutos de empezar a pedalear. Pero me fue bien.

   Y después de la ducha, me tomé un refresco isotónico, de esos que toman los niños pijos después de machacarse todos los músculos de su cuerpo para hincharse como si fueran el buche de una rana toro cuando quiere asustar a sus enemigos. Toda esa juventud desperdiciada en pegarse palizas diarias con las pesas y las máquinas de musculación, en vez de darle más trabajo al cerebro y labrarse un futuro prometedor.. Me habían hablado de tantos de ellos que, después de dedicarse años y años al culto al cuerpo, sin haber estudiado nada más que todos los músculos que tiene la anatomía humana, que tiene muchísimos más de los que yo conozco y conoceré nunca, se han encontrado haciendo cola en la oficina del paro o de las empresas de trabajo temporal, teniendo que dejar el gimnasio por no poderlo pagar y perdiendo en pocos meses toda esa musculatura que tantos años les había costado poseer. Pero bueno, es decisión personal de cada uno, y como dice el refrán, "sarna con gusto..."

   Y estando allí sentado, en la barra del bar del gimnasio, donde no se vende ni alcohol, ni refrescos con un alto porcentaje de azúcar, ni bollería industrial, con mi vasito de esa bebida que dicen que te hace recuperar fuerzas después de una sesión de ejercicios, mirando a través del enorme ventanal que separaba el pequeño local de la calle donde paseaban los transeúntes, me quedé petrificado. Casi se me cae el vaso de la mano.

  Uno de esas moles de carne endurecida y depilada, coloreada con una especie de betún marrón rojizo que les hace parecer recién llegados del Caribe, estaba metiéndole la lengua hasta el gaznate a Rosa. No había lugar a duda alguna, estaba a escasamente unos cinco metros de ellos, que encima se habían apoyado en el cristal por el que estaba yo mirando el movimiento del exterior.

   El mundo se me cayó encima de golpe. Empecé a escuchar un pitido agudo en ambos oídos que me estaba taladrando el cerebro. No podía ser, era ella, Rosa, mi Rosa, con un armario de cuatro puertas de color casi caoba pegándose el "filetazo" como si fueran unos colegiales a la salida del instituto. Creí que me iba a caer del taburete. Pero respiré hondo, intenté relajarme, si es que alguien se puede relajar viendo semejantes imágenes, para contrarrestar el shock psicológico que estaba adueñándose de mí en esos momentos.

   No sabía que hacer. Intentaba encontrar mentalmente el botón de "reset" imaginario que me devolviera la coherencia y que me ayudara a recuperar un ritmo cardiaco normal, porque las pulsaciones me habían aumentado hasta el punto que parecía que estaba otra vez en la máquina de abdominales. Pero fue imposible, el pánico se adueñó de mí, aunque sin llegar a hacerme perder los papeles y salir corriendo a montarles una escenita. Eso fue lo único positivo que conseguí obtener en aquel instante.

   Poco a poco fui controlando la respiración, aplicando unos ejercicios que me había enseñado mi hermana hacía mucho tiempo y que yo siempre me los tomé a cachondeo. Pero pude comprobar que, realmente, en este tipo de ocasiones, funciona y muy bien. Con las pulsaciones bajando y empezando a desaparecer ese pitido en mis oídos, vi que se desenganchaban el uno del otro, y después de meterle mano en medio de la calle sin que ella pusiera ningún remilgo en ello, se dieron la mano y se dirigieron a un coche que estaba aparcado unos metros más allá. Un pequeño descapotable biplaza, uno de esos coches que se utilizan normalmente para ligarse a las chavalitas, pero que esta vez le entró un pez de los grandes en el anzuelo. Porque Rosa, a pesar de no ser ya una niña de veinte años, estaba muy bien. Se subieron y, pegando un acelerón en el que se dejó la mitad de los neumáticos en el asfalto, salieron chirriando ruedas a toda velocidad, obligando a una señora que iba con su niño de la mano a pegar un salto y subirse a la acera para que no fueran atropellados.

   Todo tipo de ideas pasaron por mi cabeza. De todas las formas y colores. Y al final, tomé una decisión. Empecé a seguirlos para ver cuáles eran sus hábitos, los lugares a los que iban con asiduidad, qué horarios tenían para ir a tal o cual sitio, etc... Y pasadas tres semanas, ya tenía un guión de sus movimientos que era casi fiel a sus movimientos. De algo me tenía que servir el haber hecho miles y miles de estudios de mercado durante años. Estaba todo escrupulosamente especificado en esa página que fui rellenando mientras me iba secando la humedad que se producía de vez en cuando en mis ojos. Eran muy previsibles, todo muy estructurado, con las horas casi calcadas de un día a otro. Fueron muy fáciles de seguir, porque no tenían miedo a nada, no se escondían de nadie. En esa zona de la ciudad nadie conocía a Rosa, así que no tenía el más mínimo problema en que la vieran con su amante por la calle. Pasarían por una pareja más, de las tantas que hay paseando por ahí.

   Lo que vino a continuación lo planifiqué en unos minutos. No me costó nada, para mí aquello era el fin, pero no quería hacer nada a la desesperada, tenía que usar la cabeza, que para algo llevaba años gestionando mi empresa y demostrando mi capacidad de controlar prácticamente todas las situaciones.

   Esta vez iba a ser algo diferente, pero el control lo iba a tener yo hasta el final. Sabía que los martes iban a comer a un restaurante japonés al que yo creo que había ido una vez y, a pesar de que no me gusta demasiado el sushi, reconozco que cocinan muy bien. Después estaban dos horas de reloj en el hotel Paradise, imagino que no para asuntos de trabajo. Y luego, cuando el sol empezaba a ponerse, y el aparcacoches le entregaba el descapotable en la misma puerta del hotel, se iban al chiringuito que hay al final de la playa, un lugar bastante tranquilo a esas horas y donde te puedes tomar una copa escuchando música chill-out de buena calidad.

   Faltan unos pocos minutos para que salgan. Ya veo cómo el sol empieza a esconderse tras los edificios más altos. Desde aquí se ve de otra manera, cambia mucho verlo desde la calle que hacerlo desde esta altura. Es un espectáculo impresionante, agradable de ver, relajante. Pero yo ahora no quiero relajarme, necesito estar preparado porque dentro de muy poco van a salir del hotel, y no quiero que todo mi plan se vaya al garete por quedarme viendo cómo se esconde el sol. Sería ridículo.

   Ya veo el descapotable salir del parking. Ahora el aparcador le está entregando las llaves mientras Rosa se sube al asiento del acompañante. Es el momento de hacerlo. Antes de que él se suba.

   De repente, el aire empieza a golpearme cada vez con más fuerza en la cara, con tanta velocidad que me hace tragar una mezcla de monóxido de carbono, olores de alcantarilla y vapor de asfalto. Unos metros más abajo Rosa está ya bien instalada en el descapotable, y su Hulk particular empieza a subirse a su asiento, completamente ignorante de la sorpresa que les estoy a punto de dar. Me estiro todo lo que puedo para abarcar el máximo espacio posible, no quiero que nada salga mal en el último instante. Veo cómo el coche está justo en mi trayectoria, y cada décima de segundo más y más cerca, más y más grande, más y más ¡¡¡CRACK!!!



1 comentario:

  1. Me ha gustado el relato, tiene muchos visos de veracidad, es natural... habrá una segunda parte?

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